El modo de vida de la sociedad occidental y el conformismo de las personas están en la base de la sensación creciente de la pérdida del sentido vital.
¿Qué es la vida? Sin ponernos místicos ni pedantemente
poéticos diríamos que es el tiempo comprendido entre el nacimiento y la muerte.
Eso es todo, ni más ni menos. Evidentemente en ese espacio caben muchísimas
cosas, experiencias de todo tipo, desde el más intenso drama hasta la más
plomiza monotonía, pero a fin de cuentas lo que cuenta es el tiempo que la
suerte, los dioses o la naturaleza nos permitan estar en el mundo.
Qué hacer con nuestro tiempo es algo que raramente nos
planteamos, inmersos como estamos en las decisiones y responsabilidades
diarias. Miles de minúsculas e insignificantes encrucijadas ocupan nuestra
atención, consumen nuestra energía, alteran nuestros nervios. Vivimos
arrastrados por una corriente de convenciones sociales y metas externas que
convertimos en propias sin saber muy bien por qué. Y nos dejamos llevar casi
siempre, porque se vive cómodamente a la deriva, porque frenar y decidir qué es
lo que verdaderamente queremos para dotar de sentido nuestras vidas supone despertar
en una realidad inhóspita y dominante, que nos impone innumerables cadenas.